Hubo una Semana Santa hace tiempo que ninguna de mis amigas podía irse de viaje y tengo como ley no quedarme en casa para esa fecha. Leyendo una revista encontré un safari que iba a hacer una conocida fotógrafa y mi entonces nueva máquina de fotos me obligó a llamarla y rogarle dos días antes que me consiguiera ese lugar que ya no tenía. Tanto insistí que al final no solo me dejó ir, sino que me hizo un buen descuento por ser la menor del grupo. Sabía que si no iba a Guatraché en un safari fotográfico, rozaba lo imposible conocer ese pueblo perdido en La Pampa. Me llamaba mucho la atención la vida de los menonitas en pleno terreno criollo y mi curiosidad logró vencer el prejuicio de viajar con un grupo que parecía del PAMI. No recuerdo la cara de ni uno solo de mis compañeros de viaje, pero Guatraché y la colonia menonita hasta el día de hoy los tengo en mi retina. Guatraché es un pueblo más de casas bien bajas, todo parece olvidado, el tiempo se detuvo, el polvo abunda, la estación de tren está quieta y no se ven muchos chicos en la calle. Recuerdo que cuando fui, el pueblo estaba alborotado porque esa noche tocaba Sergio Denis, mucho antes de su renacer contemporáneo. El segundo día del viaje lo destinamos a conocer la Colonia Menonita. Una maestra conocida por ellos nos acompañó para que no se sintieran invadidos y pidiera permiso para conocerlos. A medida que el colectivo iba entrando a la colonia, que es un campo dividido en parcelas para cada familia, los chiquitos iban corriendo al camino vestidos como Laura Ingalls, y no sabían si asustarse por el tamaño del transporte o saludarnos por venir de otro planeta. Llegamos a la parcela común, donde tienen la iglesia y el mercado de ramos generales. Amplia fue la sorpresa cuando vi un pizarrón escrito en una especie de alemán extraño y quien atendía, vestido con un jardinero de jean nos pedía que nos corriéramos de la entrada porque venía un carro con tarros de leche y tenían que descargar. Los tarros son esos antiguos de zinc, el carro estaba manejado por un señor que parecía alemán y sus dos chiquitas de cuento. El simil alemán le dijo a la maestra que podíamos sacarles fotos a sus dos hijas mientras descargaba los tarros y el PAMI Group atacó a las menonitas a flashes como si fueran Angelina Jolie y Julia Roberts en la entrega de los Oscar. Me dió vergüenza ajena y pena por esas dos enanas divinas que en su vida habían visto ni un flash, ni un foquito de luz, porque no tenían energía eléctrica. Me alejé del espectáculo y el destino me benefició. A la vuelta del mercadito la historia se repetía con otro padre descargando tarros y fueron las hijas de éste quienes me empezaron a hablar a mi y a cambio de dos chupetines me dejaron sacarles fotos, aunque les saqué una sola, como cualquier turista civilizado. Luego conocimos el lugar donde hacen el queso que venden al pueblo para poder subsistir, y una casa que parecía de película.
Saqué muchas fotos, aunque no las que hubiera sacado si fuera invisible. Sentía que nuestra presencia los haría sentir animales de zoológico, y si bien la idea era ir, ver y entender cómo viven, hay veces que la curiosidad propia debe ser canalizada por otros caminos. Mientras volvíamos la maestra nos contó que algunas familias estaban teniendo problemas con los chicos más jóvenes, porque iban al pueblo a comprar cosas y de paso tomaban alcohol, conseguían cigarrillos y veían revistas. Y ahí entendí que la burbuja siempre se rompe, tarde o temprano cruzás la frontera y con un pie de cada lado, elegís dónde quedarte. El viaje no lo volvería a hacer porque no me sentí bien en el papel de invasora, pero fue sin duda el lugar más exótico, movilizador y comunitario en el que haya estado jamás.